Por: Pbro. Jhon Sair Duque Solarte*
La alegría del encuentro y la disponibilidad para el mismo, son dos pilares en la reconstrucción del tejido social. La presencia de cuerpos que se rozan o perciben sin reconocimiento mutuo por la calles o lugares públicos, saturadas de comercio, de distracción o de afanes en la movilidad cotidiana, no permiten la comunicación de interioridades que se afecten mutuamente en el tiempo, más bien, responde a la exigencia del acelere que domina la acción individualista en la búsqueda de algo indeterminado, de algo que le dé sentido (sin saber que es) o responde a la sensación de inseguridad nacida de las presencias no reconocidas de las cuales es necesario huir o en otro caso, es necesario negarlas evitando así, el correspondiente compromiso ético que dicha presencia exige al ser escuchada y acogida.
Para la transformación del tejido social, la tarea primera, será la de intentar el cambio de mentalidad que concretiza las acciones individualistas, las acciones cargadas de incertidumbre o las que niegan la empatía, dicho cambio se logra ofreciendo escenario de encuentro humanizador, enclaves llenos de oportunidad de estar con los/as otros/as y para los/as otros/as, oasis donde el tiempo de compartir, de sentirse persona sea el sello distintivo, lugares de alegría, de calidez y ante todo de despertar interés por el vivir digno de todas las personas.
Entonces, el tercer pilar, sería el lugar. Estos por su propia condición de no ser lucrativos, no son muy promovidos. Ahora bien, al responder como comunidad convocada por el Dios de la encarnación, nos disponemos a ofrecer estos lugares; su característica es ser de puertas abiertas, acogida a todas aquellas personas que desean la transformación social desde la base, desde la presencia viva de aquellos/as que han padecido la injusticia, el drama de la violencia y logrando pasar de víctimas a sobrevivientes, se disponen a que otras personas logren superar también estas realidades y sobre todo, ayudando a la gestión positiva de los conflictos presentes y igualmente, fortalecer o abonar al crecimiento de potentes agentes individuales y colectivos en la reconstrucción de vecindario, de relaciones de fraternidad que brinde seguridad y dignidad en los diferentes micro territorios que componen la ciudad, escenarios de desarrollo de la vida ordinaria de hombres y mujeres que luchan por sacar adelante sus proyectos de vida, sin negar el drama que tal proyección conlleva.
La contemplación de los lugares, nos llevan al cuarto pilar que sería la experiencia sinodal. La espiritualidad de la sinodalidad es, ante todo, el servicio de escucharnos mutuamente, el deseo de hacer visibles los rostros de hombres y mujeres desde dibujados en los afanes por dar respuesta a las exigencias de un modelo social que suscita constante competencia para dar satisfacción a necesidades que en ocasiones son más de orden distractivo individualista (consumo) que de orden constructivo-comunitarias en las que se haya la sensación de seguridad y calidez humana por tanto, la llamada a la sinodalidad y su respectiva respuesta es oportunidad de construir y promover la cultura del encuentro entre diversas experiencias del vivir, de asumir la ciudad generando la percepción de seguridad, de pertenencia no efímera, sino reales que permitan pasar de la cultura del encuentro a la cultura de la paz con énfasis urbano; entendemos la paz en el contexto urbano no como “aquella que sirva como excusa para justificar una organización social que silencie o tranquilice a los más pobres, de manera que aquellos que gozan de los mayores beneficios puedan sostener su estilo de vida sin sobresaltos mientras los demás sobreviven como pueden”1 por el contrario, desde la espiritualidad de la sinodalidad, entendemos la paz como fruto del encuentro entre diferentes que se reconocen, valoran eliminando los prejuicios, temores e indiferencias que separan, posibilitando “caminar juntos” hacia la consolidación del bien común encarnado en el vivir de cada persona, de cada familia.
Sigamos escuchándonos, sigamos acercándonos cada vez más a la meta de transformarnos y transformar el modo de nuestro vivir en la ciudad creando cercanías sin temores que nos permitan ser hermanos y ciudadanos, es decir, reconociendo que “nadie puede experimentar el valor de vivir sin rostros concretos a quienes amar. Aquí hay un secreto de la verdadera existencia humana, porque
«la vida subsiste donde hay vínculo, comunión, fraternidad”2
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* Docente Seminario Mayor de la Arquidiócesis de Cali y Director del Observatorio de Realidades Sociales de la Arquidiócesis de Cali
1 Papa Francisco. La alegría del Evangelio # 218.
2 Papa Francisco. Sobre la fraternidad y la amistad social. # 87