Por: Ani Diesselmann*
La clase con Fredy comenzó con un ejercicio simple, pero revelador: ubicarnos en Cali. ¿Quién puede señalar en qué dirección queda el río Cali? ¿Y quién puede ubicar en el mapa el lugar de la clase, en la Iglesia San Fernando Rey? A partir de allí, se abrió un diálogo sobre cómo habitamos la ciudad y cómo nos movemos dentro de ella. La cartografía dejó de ser una herramienta neutra para convertirse en un punto de partida crítico: ¿cuánto tiempo toma llegar al centro?, ¿quién tiene acceso a qué?, ¿dónde están los servicios, los espacios culturales, las redes de cuidado?
Una de las primeras realidades compartidas fue la del tiempo: 80 minutos puede tomar el trayecto desde Potrero Grande hasta el centro de Cali. Este recorrido, diario para muchas personas, consume no solo tiempo, sino también una cuarta parte del salario mensual.
Esto nos llevó a hablar sobre la calidad de vida en la zona urbana, entendida no como el acceso a bienes, sino como tiempo para vivir, compartir y construir comunidad. Reflexionamos también sobre la distribución desigual de los espacios culturales, casi todos concentrados en el centro de la ciudad, mientras en la periferia avanza una urbanización desmedida, impulsada por el mercado de vivienda y dominada por la especulación. Una urbanización que ignora los costos sociales, que no mejora la calidad de vida en las comunas y que niega el derecho al entorno.
En esta ciudad de contrastes, los alojamientos disponibles en plataformas como Airbnb se ubican casi exclusivamente en la zona céntrica, mientras que la llamada «vivienda social» y los nuevos desarrollos habitacionales se localizan en un corredor de expansión urbana. En muchos casos, esa vivienda no es ni social ni accesible. Nos preguntamos entonces por la participación ciudadana en la construcción de los planes territoriales: ¿quién decide cómo se expande la ciudad?, ¿quién define qué es el progreso?
Luego ubicamos en el mapa las antiguas plazas de mercado. Este ejercicio nos llevó a reflexionar sobre los cambios en los hábitos de consumo y la velocidad de la vida contemporánea. Hoy hay una especie de pereza para hablar con la señora que vende papa en el mercado; preferimos correr por un centro comercial. Además, desde los años noventa, los carteles del narcotráfico —que hoy se han transformado en bandas dedicadas a múltiples delitos— nos inyectaron el miedo y nos encerraron en espacios supuestamente seguros.
El espacio público ha sido progresivamente abandonado: cada vez más nos retiramos de él, por miedo, por desconfianza o por efecto de una narrativa de modernidad que nos vende velocidad: comida rápida, obras que se priorizan por su impacto inmediato. Esa velocidad genera impaciencia, accidentes y exclusión. El éxito de la modernidad parece medirse por cuánto se corre, no por cuánto se cuida.
También hubo espacio para la memoria. En los años cuarenta, muchas viviendas se construyeron colectivamente a través de cooperativas. Lugares como la Loma de la Cruz fueron conquistados por la comunidad LGBTI antes de ser absorbidos por el turismo y la mercantilización. Hoy, no existen espacios claros de resistencia para las comunidades afro o indígenas en la ciudad.
Durante la clase, se compartieron dos mapas de Cali: uno con orientación norte-sur y otro pensado desde el centro. La forma en que se representa la ciudad influye en cómo se habita. Comprender el territorio como a una persona es entender lo que carga, lo que sueña, lo que le duele. Para construir paz en la ciudad también hay que saludar y conocer al vecino. Invitamos a recuperar la confianza en el espacio público, a relacionarnos con lo que habitamos. Hay que arriesgarse, dar papaya. Confiar. El saludo es una herramienta política poderosa. La comunidad se cuida. El reto sigue siendo construir ciudad desde abajo: volver al espacio público sin miedo, participar informadamente, habitar con dignidad, defender el derecho a la ciudad como derecho a la memoria, al encuentro, al tiempo y al cuidado.
Henri Lefebvre, quien acuñó el concepto de “derecho a la ciudad” en los años sesenta, lo concebía no solo como el acceso a los servicios urbanos, sino como el poder de transformar la ciudad y apropiarse de ella colectivamente. Más recientemente, autores como David Harvey han insistido en que este derecho es, en el fondo, el derecho a rehacernos a nosotros mismos a través del espacio que habitamos. En una ciudad como Cali, profundamente desigual y fragmentada, el derecho a la ciudad implica reaprender a leer el mapa desde lo común, desde lo colectivo y desde abajo.
* Asesora en derechos humanos de la agencia Comundo